Uno de los problemas del arte en la actualidad es
su cosificación. Museos, salas de concierto, teatros... pueden ser considerados
como los zoológicos o parques naturales del arte. Son lugares donde se protege
la obra aislándola de toda contingencia externa, de toda vinculación con la
vida histórica del hombre. En este sentido, es lógico, sobre todo en tiempo de
crisis económica, que la obra de arte vea peligrar su estatuto ontológico como
objeto privilegiado de culto. Y es que el coste que supone la salvaguarda o
profilaxis de ésta se topa con la cruda realidad: comer o morir. Es así que,
como músico de calle, me sonría, por ejemplo, ante la cacareada muerte del cine
español a causa de la inminente pérdida de subvenciones o ayudas económicas. Si
bien es cierto que no hay que reírse del mal ajeno, si me permito decir que
muchos artistas se han auto-proclamado como “representantes de la cultura”, en
mi opinión, de una manera ilegítima. Y lo más preocupante, diciéndose gente de
izquierdas. Aquí nos puede valer las reflexiones de G. Lukács sobre lo
atractivas que resultaban a los intelectuales y artistas “burgueses” del siglo
XIX las ideas socialistas, pero que, a la hora de la verdad, éstos sentían un
miedo terrible ante la insinuación de que se llevaban a cabo al 100 %: sus
preciadas obras podrían convertirse en papel para envolver las castañas[1].
Esto, creo, les sigue pasando a la mayoría de los
artistas de izquierda liberales de hoy en día. Las ideas progresistas les son
atractivas prima facie, como eslóganes grandilocuentes, quizás porque
saben que no hay nadie en la actualidad que se atreva o pueda llevarlas a cabo,
y me refiero a alguien cercano. Como bien dice Zizek, haciendo hablar a un
izquierdista liberal imaginario: “Siendo realistas, nosotros, la izquierda
académica, queremos parecer críticos y, simultáneamente, disfrutar de los
privilegios que nos ofrece el sistema. Así que bombardeemos el sistema con
demandas imposibles: todos sabemos que estas demandas no se cumplirán, así que
podremos estar seguros de que nada cambiará realmente y podremos seguir
manteniendo nuestra condición de privilegiados[2]”.
Y no lo digo por envidia, pero me gustaría ver,
con la que está cayendo, a Baremboim dirigiendo a una orquesta de jóvenes
provincianos, gente sencilla, con sus problemas, con sus cosas, en vez de esa
espectacular orquesta islámico-judeo-cristiana, la “alianza de civilizaciones”
hecha carne, eso si, a base de talonario. Pero, no nos engañemos, lo que nos
encontramos en realidad en la vida cotidiana, en nuestro quehacer diario, es el
choque, el enfrentamiento en el seno de una misma civilización, la civilización
europea. Y eso se siente especialmente en los lugares de frontera, por ejemplo
España. Este enfrentamiento no es más que el síntoma de un proceso de
vaciamiento de la política, y esto no sólo incumbe a España. Este vaciamiento
de la política consiste en el proceso de postergación de decisiones cruciales que
afectan a nuestra vida. La vida, tal como apunta Ortega, consiste en una
perenne toma de decisiones ante unas circunstancias acuciantes. Esta
incapacidad que mostramos ante la toma de decisiones vitales se solapa con
movimientos grandilocuentes, con los brindis al sol, con las ridículas posturas vacías, en palabras
de Zizek. ¿No es la alianza de
civilizaciones, o choque de
civilizaciones para los ideólogos de derechas, ese mirar hacia otro lado
ante los problemas que me abruman y no soy capaz resolver o asumir?
Decía Ortega que hay que asumir la realidad que
nos ha tocado vivir, y que esta, en lo político, está marcada ya por el libre mercado
mundial. La globalización, pues, no es una opción, es el camino que hemos
querido seguir. Y la globalización implica la multiculturalidad. ¿Por qué no
asumimos que no hay civilizaciones sino una única civilización y que los
problemas con los que nos enfrentamos son los que hemos decidido tener, los
problemas que traen consigo el mundialización de la vida, el tener que tratar
con el Otro, el diferente, el distinto? Otra cosa no es el libre mercado. Pero,
¿el Estado moderno está preparado para esto?
Ortega titulaba el capítulo XIII de la primera
parte de “La Rebelión de las masas[3]”:
EL MAYOR PELIGRO, EL ESTADO. Ese peligro venía, como bien apuntaba en
capítulos anteriores en relación a la ciencia, de la especialización. Yo lo
llamaría cosificación, pero lo mismo da, que da lo mismo. Como ves, vuelvo al
principio, si me permites este giro
estético-político: Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la
civilización: la estatificación de la vida, el intervencionismo del Estado, la
absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de
la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los
destinos humanos[4].
Ciertamente, y esto no es un problema solo español, el Estado moderno europeo
está sufriendo este anquilosamiento que le ha llevado a la crisis. En este
sentido, la comunidad europea puede ser entendida como esa ridícula postura vacía –no hay más que escuchar las palabras de
Sarkozy con respecto a España en estos días. ¿No es el problema de España un
problema europeo? La mano a cuello. Las dos Españas, las dos Europas, los dos
hemisferios, etc. Recuerdo al cuerpo de profesores: funcionarios vs interinos,
los del pueblo vs los de fuera, los interinos con tiempo de servicio vs los
interinos sin tiempo de servicio, los funcionarios pata negra vs los
funcionario nuevos, etc. El cuento de nunca acabar. El peligro de la especialización,
que diría Ortega.
Comentarios
Reflexiones francamente interesantes, que voy a leer y desmenuzar, coma por coma, unas cuantas veces más.
Un abrazo,
PERDONA, RAFA, VUELVO CON PAZ TAMBIÉN SOBRE ESTE ASUNTO, INTERESANTE, SEGURO...
OTRO ABRAZO.